domingo, 20 de mayo de 2018

Eduardo Colombo contra el Estado


 Eduardo Colombo 1929-2018
Augusto Gayubas

El 13 de marzo de 2018 murió el pensador y militante anarquista Eduardo Colombo. No soy muy amigo de las semblanzas necrológicas. Pero cuando me enteré de la noticia algo me impulsó a escribir. Acaso se deba a la relevancia del pensamiento y la obra intelectual de este militante de las ideas anarquistas, congruente con una apreciación sobre la importancia del estudio, la investigación y la reflexión crítica por sobre los fuegos de artificio que están hoy en boga.

Recuerdo cuando leí por primera vez sus ideas en torno al “paradigma del Estado”, en un artículo compilado por Christian Ferrer en El lenguaje libertario. Recuperando las críticas anarquistas al contractualismo de Hobbes, Locke y Rousseau, Colombo traza una historia del Estado moderno a partir de la premisa de que la forma Estado se instituye en Europa entre los años 1100 y 1600, consistente en un modo de organización política inseparable de una formación de sentido o “paradigma semántico” que lo diferenciaría de otras experiencias de dominación anteriores o contemporáneas.

Recuerdo, a la vez, mi desazón al comprobar que no dedicaba, en aquel artículo, ninguna reflexión al problema de la dominación en contextos antiguos como el del antiguo Egipto, Mesopotamia o la América precolombina. Dado que el interés estaba puesto en la conformación del Estado-nación moderno, la atención se concentraba en la historia europea, no obstante excluyendo de la definición de lo “estatal” a las situaciones correspondientes a las polis griegas, los imperios antiguos o modernos y los reinos medievales, entendidos como otras formas históricas del poder político.

Sin embargo, en diálogo con diversos pensadores (desde los clásicos del pensamiento occidental y los referentes históricos del anarquismo hasta filósofos como Michel Foucault y Cornelius Castoriadis), sostiene algunas ideas que, según reflexioné luego, pueden extenderse más allá del estudio de la historia europea. Una de ellas plantea que toda sociedad supone a la vez un “hacer” y un “discurso”. Si bien en algunos de sus artículos se refiere al Estado como un “objeto” y al proceso que conduce a lo estatal como “germinación” (metáforas que parecen reproducir las limitaciones de sendas interpretaciones institucionalista y evolucionista de lo estatal), la aproximación a la idea de “hacer” (acción) y “discurso” (símbolo) parece acercarlo al pensamiento de Gustav Landauer, a quien de hecho cita en relación con la posibilidad de pensar el Estado no como un objeto a destruir sino como “una cierta relación entre los seres humanos, un modo de comportamiento” que consiste en un doble movimiento de imposición (y de extensión de la dominación a todas las acciones sociales), por un lado, y de “aceptación y funcionamiento del deber de obediencia u obligación política” (la “servidumbre voluntaria” que vislumbrara Étienne de La Boétie en el siglo XVI), por el otro. La superación o alternativa, diría Landauer, es que las personas se comporten o relacionen de otros modos. Sin embargo, señala Colombo que el “sistema simbólico de legitimación del poder” supone una “determinación semántica” (que constituye el “principio metafísico” del Estado) que clausura u obstaculiza tal posibilidad (1). En otro trabajo, señala que “la autoridad del poder se interioriza en cada sujeto como una forma inconsciente de integración social” (2). La particularidad del Estado sería, para el pensador, la institucionalización de la dominación mediante una “construcción imaginaria” que lo diferenciaría en términos de legitimación de la mera “confiscación de facto” de las capacidades sociales (3).

En sintonía con esto, Colombo nos recuerda la diferenciación de Spinoza entre potentia y potestas, esto es, el poder como potencia o capacidad (creativa, pero también política) y el poder como dominación. Al primero, que “pertenece al colectivo humano como un todo” y al que el anarquista Amedeo Bertolo llama simplemente “poder”, Colombo lo denomina “principio instituyente”. Se trata de la capacidad vinculada con el “hacer” pero también con la “regulación de la acción colectiva” (4). A la apropiación de tal capacidad por parte de un grupo social determinado Bertolo la llama “dominio” o “dominación” y Colombo “poder político”. Ambas situaciones pertenecen al campo de lo político, pero mientras la primera se sostiene sobre la “reciprocidad generalizada y la autonomía del sujeto de la acción”, la segunda supone la autonomización del poder como “expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por una minoría” y la “estructuración jerárquica de la sociedad” (5), una de cuyas formas es el Estado (entendido como Estado-nación moderno, si bien podría pensarse que “lo estatal” puede definir también a otras estructuras o prácticas de dominación política). Tal “expropiación” no depende, de acuerdo con Colombo, sólo de la fuerza sino también de la obediencia, de allí la importancia adjudicada al principio o paradigma del Estado, al discurso o formación de sentido que sería indisociable de la acción definitoria de lo estatal.

Pero si tal supuesto es de central importancia, no excluye el hecho de que es dicho uso de la “fuerza” (o el lugar de la violencia en la sociedad) el que permite también diferenciar una situación en la que la capacidad política (que es también, me atrevo a añadir, bélica) no está escindida del conjunto social (no por nada Pierre-Joseph Proudhon entendía esta dimensión del poder como “todas las fuerzas particulares reunidas para el trabajo, la defensa y la justicia”) (6), de aquella otra situación en la que la capacidad para la organización y para la conducción de la violencia permanecen monopolizadas por el grupo que, acaso por ello mismo, detenta y concentra el poder político. En definitiva, como reconoce Colombo, lo político “ocupará un lugar muy diferente en una sociedad centrada en la coacción o en una sociedad abierta hacia la autonomía” (7).

Esto recuerda algunas reflexiones del antropólogo Pierre Clastres, quien enfatizando la importancia del lugar que ocupa la violencia en una situación determinada, o del modo en que ésta es organizada, señala que el poder político “es inmanente a lo social” pero “se realiza principalmente de dos modos: poder coercitivo, poder no coercitivo” (8). En este sentido, Clastres no es reacio a utilizar los términos “Estado” y “estatal” para referirse a la dominación política (el poder coercitivo) en contextos no modernos, como pudieron ser el Egipto faraónico, la China imperial o el dominio inca en los Andes. Por eso mismo caracteriza como “sociedad contra el Estado” a las comunidades en las que rige el poder no coercitivo. Pero tal como para Clastres, en la obra de Colombo la organización social no jerárquica no es mera ausencia de dominación sino construcción positiva (“contra el Estado”, en Clastres, es a la vez afirmación de un orden indiviso), aunque mientras que el antropólogo rastrea algo de este carácter contraestatal en el presente de comunidades indígenas como las de Amazonia y el Gran Chaco de las décadas del sesenta y setenta (Clastres muere en 1977), y acaso en un pasado remoto previo a la aparición histórica de las primeras prácticas de dominación sociopolítica, Colombo sitúa a las sociedades sin Estado, sin poder político, sin dominación, en el futuro, en su posibilidad de realización o conquista.

Si bien se podrían reseñar otras indagaciones intelectuales del autor, cabe destacar otra clase de aporte que tiene que ver con sus apuntes sobre historia del anarquismo en el Río de la Plata. En una época de relatos falsificadores y genealogías adulteradas, las “historias y recuerdos del anarquismo en la Argentina” que compila en Los desconocidos y los olvidados, constituyen un documento de relevancia innegable. Testimonios directos e indirectos, así como su propia experiencia cuando las coordenadas espacio-temporales lo posibilitan, ofrecen una visión militante pero ajena a la autocomplacencia que permite visibilizar acciones constructivas tanto como conflictos agudos entre grupos y personalidades y, especialmente, hechos represivos comúnmente olvidados, como los que sufrieron el anarquismo y los anarquistas durante diversos gobiernos civiles y militares con posterioridad a los más conocidos episodios de las primeras tres décadas del siglo XX.

El libro sirve no sólo como testimonio histórico y reflexión política sino incluso como anecdotario. Difícil no recordar, por ejemplo, el relato acerca de la primera vez que Colombo concurrió a la Biblioteca Popular José Ingenieros en 1947 o 1948, en ese entonces en la calle Santander 408 de la ciudad de Buenos Aires, en el marco de una reunión clandestina del Consejo Federal de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) en pleno clima de persecución política y clausura durante el gobierno de Juan Domingo Perón. En aquella ocasión se remarcó la dificultad de seguir reuniéndose en la biblioteca dado que “los chiquillos del barrio [que jugaban] hasta tarde en la calle (…) al darse cuenta de la llegada de esa gente ‘extraña’, golpeaban la persiana y cantaban en corro: ‘¡Los anarquistas están reunidos! ¡Los anarquistas están reunidos!’”. En otras ocasiones, durante la realización de conferencias en la biblioteca se personaban agentes de policía con el objetivo de vigilar o amedrentar y “a veces uno de ellos entraba y se mantenía parado al fondo de la sala […] El orador decía: ‘¡Yo no daré mi conferencia si la policía no se retira!’ No faltaba entonces un auditor que replicara: ‘¡Pero, compañero, déjelo que escuche! Así se va a instruir y a lo mejor deja de ser un esbirro’”(9).

Recuperadas asimismo las discusiones y contradicciones en torno al uso de la violencia por parte de grupos e individualidades anarquistas en distintos momentos de la historia, Colombo sintetiza con elegancia un hecho aún hoy perceptible tanto en historizaciones como en opiniones políticas y periodísticas (en Argentina y en otras partes del mundo): “también los anarquistas, como todo el mundo, hacen algunas cosas bien y otras mal, pero al revés de todo el mundo, cuando las hacen bien nadie quiere enterarse”. Y concluye: “No existe después de la Revolución francesa otro movimiento que haya sufrido de la misma manera que el anarquismo la inconsciente represión de la Historia” (10).

Agradezcamos a Eduardo Colombo por su contribución a la resistencia y vindicación de los principios éticos, políticos e intelectuales del anarquismo frente a los embates del olvido y la represión histórica.

Notas:

1.- E. Colombo, “El Estado como paradigma de poder” (1984), en Christian Ferrer (ed.), El lenguaje libertario. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo, Altamira, Buenos Aires 1999, p.70-71 (reeditado en 2005 en la colección Utopía Libertaria).

2.- E. Colombo, La voluntad del pueblo, Tupac Ediciones-Colección Utopía Libertaria, Buenos Aires 2006, p.55.

3.- Ibídem, p.53.

4.- Ibídem, p.51 y 72. Véase Amedeo Bertolo, “Poder, autoridad, dominio: una propuesta de definición” (1983), en Christian Ferrer (ed.), op. cit., p.75-98.

5.- “El Estado como paradigma de poder”, op. cit., p.54 y 72.

6.- Ibídem, p.72.

7.- La voluntad del pueblo, op. cit., p.52.

8.- Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado, Terramar, La Plata 2008 [1974], p.20.

9.- E. Colombo, Los desconocidos y los olvidados, Nordan-Comunidad, Montevideo 1999, p.94-95.

10.- Los desconocidos y los olvidados, op. cit., p.60-61.

[Publicado originalmente en periódico Tierra y Libertad # 358, Madrid, mayo 2018. Número completo accesible en https://www.nodo50.org/tierraylibertad.]



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