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jueves, 15 de marzo de 2018

La cárcel y su mundo: reflexiones para una sociedad sin jaulas



Massimo Passamani

Cuatro puntos sobre los que reflexionar, nada más. La pregunta fundamental, la que todos los libros eluden siempre, dejándola al margen o tendiendo a confundir de modo más o menos eficaz, esta pregunta fundamental es: si la cárcel significa punición, castigo, pena, evidentemente, hace referencia a la transgresión de una determinada regla (de hecho, la punición interviene en el momento en que la regla se trasgrede, se viola). Ahora, la transgresión de la regla remite a su vez al concepto mismo de regla, es decir, a quién decide –y cómo– las reglas de una sociedad. Esta es la cuestión que los distintos operadores del sector, los expertos, no afrontan nunca. Esta es la cuestión que contiene todas las demás y que, si se desarrolla hasta el final, amenaza con derrumbar todo el edificio social y, con él, sus prisiones. ¿Quién decide, y cómo, las reglas de esta sociedad?


Está claro que todas las chácharas que se cuentan sobre el poder del ciudadano (“el ciudadano, esa cosa pública que ha suplantado al hombre”, decía Darien), sobre la participación directa, se muestran cada vez más como lo que realmente son, mentiras. Decidir, en esta sociedad y en todas las sociedades basadas en el Estado, en la división de clases, en la propiedad, lo hace una reducida minoría de individuos que se autodenomina representantes del “pueblo” y que imponen, basándose en determinados poderes ejecutivos (coercitivos), sus reglas. Esta definición, más bien genérica, resalta de inmediato que regla y ley, acuerdo y ley, no son sinónimos. La ley no es una regla como las demás, es una forma particular de concebir y definir la regla: la ley es una regla autoritaria, es una regla coercitiva impuesta, además, por una reducida minoría. Ahora bien, es posible concebir un modo completamente distinto de definir las reglas, o dicho de otra manera, de tomar acuerdos. Por tanto, si no hay coincidencia entre acuerdo y ley, la pregunta fundamental es: ¿cómo se puede puede castigar a un individuo o conjunto de individuos en base a una reglas coercitivas, esto es, leyes que nunca han suscrito, que nunca han aceptado libremente, que nunca han establecido? Esta es una cuestión extremadamente simple, pero que nunca se formula.

Sin plantear aun la pregunta de qué significa concebir las relaciones entre individuos en términos de punición, castigo, pena; sin plantear aun esta cuestión, es necesario preguntarse si es legítimo, justo, útil, agradable, que un individuo, un conjunto de individuos, sean reprimidos, castigados, encerrados, torturados por la transgresión de normas que nunca han concebido ni suscrito. Es esta la cuestión fundamental a la que se intenta encontrar respuesta, una respuesta que a pesar de ser teórica, debe hacerse espacio en la práctica. Ahora, evidentemente, en la misma forma en que planteo aquí el problema a contraluz, se puede ver cómo pienso afrontarlo.

El libre acuerdo es la posibilidad y la capacidad que varios individuos, más o menos numerosos en su asociación, tienen de establecer en común determinadas reglas para realizar su actividad, actividad cuyas finalidades e instrumentos controlan. Sin este control de las finalidades y los instrumentos del actuar propio, no existe autonomía alguna, que es exactamente la capacidad de asignarse las propias reglas. Existe entonces el dominio, el ser dirigidos por otros, por tanto, la explotación. Justo porque esta sociedad no se basa en el libre acuerdo, esto último se desarrolla solo dentro de pequeños grupos donde existe la conciencia de la posibilidad de tener relaciones de reciprocidad, de libertad, por lo tanto, sin formas coercitivas; pero más allá de pequeños grupos que, de forma conflictiva con la sociedad, buscan vivir de este modo, en este orden de cosas no existe una posibilidad parecida, porque precisamente vivimos en una sociedad basada en la división de clases, en el dominio y en el Estado que, de alguna manera, es producto y garante de esta división de clases y de este dominio.

Entonces se entenderá porqué esta sociedad tiene la prisión como centro, se entenderá porqué y para quién existe esta prisión. Y, partiendo justo de esta reflexión, se puede entender el problema de la punición y, así, el del derecho y, aun más concretamente, del código penal en el que los jueces basan sus sentencias que encierran bajo llave a hombres y mujeres en cualquier parte del mundo, en el que los policías encuentran la autoridad para arrestar, los carceleros para vigilar, el asistente social de la cárcel para invitar a la calma y la colaboración, el cura para encontrar materia funcional a sus prédicas sobre el sacrificio, la renuncia, la culpa (por citar algunos de los que garantizan este sistema social). Partiendo de esta reflexión uno se puede dar cuenta de que, en la sociedad actual, la cárcel es un problema insuprimible, porque el problema del crimen, es decir, de la transgresión de las normas coercitivas (las leyes) es un problema fundamentalmente social.

Por decirlo de otra forma: mientras existan ricos y pobres, existirá el robo; mientras exista el dinero, no habrá nunca suficiente para todos; mientras exista el poder, nacerán siempre sus fuera de la ley. Por lo tanto, dándole la vuelta a la cuestión, la cárcel es una solución estatal a los problemas estatales, es una solución capitalista a los problemas capitalistas. El problema del robo, al igual que el de todos esos crímenes que tienden a discutir el orden social, como las revueltas, las resistencias, las luchas insurreccionales, etc., todos estos problemas están vinculados a la raíz misma de esta sociedad. Es evidente que estamos todavía en el ámbito de las reivindicaciones. Las respuestas solamente pueden venir de una práctica social desde la que es posible delinear únicamente algunas perspectivas. Precisamente, porque hablar de estos problemas formulados así no nos permite salir de ese imagen social donde solo ahí tienen sentido.

En realidad, la cárcel es un elemento central, fundamental de esta sociedad; está presente en toda la sociedad y no se confunde solo con esos edificios que físicamente confinan a determinados hombres y determinadas mujeres. ¿Por qué es un eje de esta sociedad? Justamente porque la represión cuya expresión más radical es la cárcel no se entiende como algo diferente al consenso forzado, cuya paz social en la que se basa el orden actual de las cosas, entendiendo por paz social no la convivencia pacífica de las personas, sino la convivencia pacífica entre explotadores y explotados, entre dominadores y dominados, entre dirigentes y ejecutores.

Así, la paz social es esa condición producida por órganos muy precisos, como la magistratura y la policía, pero al mismo tiempo por todas esas instituciones –sean estas el trabajo, la familia, la escuela, el sistema de los medios de comunicación de masas, etc. – que hacen imposible o extremadamente difícil cualquier pensamiento crítico y, por tanto, cualquier voluntad de transformar radicalmente la vida propia; en resumen, esa trama de relaciones, de palabras y de imágenes que presenta el actual orden de las cosas no como un producto histórico, y, por tanto, como todos los productos históricos, modificable, sino como un hecho natural que nadie tiene la posibilidad ni el derecho de poner en entredicho. Así, si nosotros vemos la cárcel (y, más en general, la represión cuyo ejemplo es la cárcel) como una prolongación de esas normas sociales que cotidianamente nos imponen una supervivencia cada vez más privada de sentido, entonces, vemos que la cárcel es un espectro que se agita contra los inquietos que podrían, en un determinado momento de su vida, ponerle fin a esta forma de sobrevivir, a esta forma de estar atados en sociedad y luchar para conquistar la libertad, una dignidad diferentes. Este espectro se agita continuamente ante los ojos capaces de mirar más allá, de lanzarse más allá de las jaulas sociales.

Desafortunadamente –y esta es la paradoja de la sociedad en la que vivimos– esos ojos son pocos, porque ese deseo de rebelarse ya es un esfuerzo, un salto que se conquista con dificultad, porque para vencer, muchas veces, no es ni el miedo al castigo, miedo que afecta solo a quienes, por un motivo u otro, se meten en el problema concreto de transgredir las reglas de una manera que no conviene a esta sociedad, para todos los demás basta el chantaje, continuo e incesante que es el vivir civilmente, el vivir socialmente con todas sus obligaciones y sus prestaciones. Incluso antes de este miedo al castigo, es decir, la represión preventiva es la incapacidad de imaginar una vida diferente: sin tener una alternativa –no como modelo social, sino como proyecto de vida, de modificación de lo existente–; sin tener esta alternativa en la cabeza, no queda más que aceptar este mundo.

De hecho, en la actualidad, para hacernos aceptar esta sociedad, la propaganda dominante ya casi no usa los argumentos del orden justo, aceptados en base a los sacrosantos principios de la propiedad, del derecho, de la moral (la suya, evidentemente), sino que dice más simplemente y sin adornos: no existe otra cosa. Por lo tanto, dado que no existe otra cosa, porque o ha terminado ya en la basura de la historia o es impracticable, entonces no queda más que resignarse y aceptar esta sociedad. Esta condición, más que ser una condición de consenso, entendiendo consenso como un asentir consciente, directo y libre a determinadas situaciones, a determinados acuerdos, es la de un consenso por defecto, esto es, un no-disenso: se vive en esta sociedad simplemente porque no se consigue imaginar y practicar cualquier cosa diferente. (Y esto nos remite nuevamente al discurso inicial sobre la diferencia entre libre acuerdo – condición de reciprocidad – y leyes – condición de jerarquía).

Todo lo que esta sociedad vende como Progreso, como metas a alcanzar, es cada vez más manifiestamente impresentable, porque los desastres producidos por este modo de vida (en forma de opresiones, de hambrunas, de catástrofes enmascaradas como naturales pero en realidad profundamente sociales) están ante los ojos de todos. El poder mismo, esa megamáquina en la que la política, la economía, la burocracia, el comando militar se confunden, apuesta hoy por un discurso catastrofista: el mundo se dirige al desastre evidente, pero dado que somos nosotros quienes lo hemos creado –nos dicen los expertos pagados para serlo–, somos también los únicos poseedores de la clave para resolverlo. Así, dentro de este baile inmóvil de disfraces sociales y de remedios artificiales, a su vez portadores de nuevos desastres, la imaginación se congela, se coloniza; ninguna alternativa es posible y por lo tanto todo continúa mediante consenso negativo, por no-disenso. Pero evidentemente no todos estamos de acuerdo con estas reglas.

Si nos tomamos al pie de la letra la ideología dominante, la liberal, se nos dice que el vivir social es el resultado de un contrato estipulado del que no se sabe bien ni el cuándo ni el por quién, en cualquier caso, por generaciones anteriores, ante el que las generaciones presentes no pueden hacer otra cosa que adaptarse: esto ya es más bien indicativo del modo de concebir los acuerdos, establecidos una vez no se sabe bien el por quién y que después debería vincular (la ley, precisamente) el resto del tiempo a todas las generaciones futuras de la humanidad. En todo caso, estas estupideces las contaron también filósofos bastante acreditados y por tanto se dice, este “se” impersonal que es todos y nadie, que esta sociedad es fruto de un contrato.

Ahora bien, es evidente que cuando existen millones de individuos (porque siempre hay que pensar con un ojo puesto en el planeta y en la historia, desde el momento en que el Poder quiere empujarnos a pensar en un eterno presente que no tiene ninguna referencia con el pasado y, sobre todo, nos cierra los ojos ante el funcionamiento del modelo democrático a escala planetaria) a quienes se les niega incluso el mínimo vital, este contrato social es una tomadura de pelo asesina. Cuando se habla de democracia, no hay que tener presente solo la televisión, las compras de Navidad, los coches nuevos y las consecuencias que todo esto implica a nivel social y psicológico; hay que tener presente también los campos de trabajo forzado en Indochina, el hambre de las poblaciones del sur del mundo, las guerras sembradas por todo el planeta, porque todo esto es la periferia de nuestras ciudadelas democráticas. El mismo orden capitalista democrático que asegura a determinados súbditos, en vistas a un determinado desarrollo político, económico, burocrático, un cierto modo de vivir, impone a otros que se pudran en las reservas, en los guetos.

Si nos metemos en el asunto de tomar al pie de la letra esta ideología del contrato social –del que las diferentes teorías ortopédicas son el simple corolario– se hace evidente entonces que para quien no tiene de qué vivir, para quien ni siquiera es considerado ciudadano, porque no tiene los documentos en regla, porque no le dejan pasar en las fronteras, para quien es forzado a condiciones de clandestinidad, de invisibilidad social, para mujeres y hombres como estos (y hoy son millones), el presunto contrato ha sido violado para siempre, en el momento en que no garantizan ni siquiera los medios de subsistencia. Ahora bien, incluso filósofos que eran de todo menos libertarios, de todo menos partisanos de la emancipación individual y social, sostenían que cuando un contrato se viola unilateralmente, quien sufre los efectos tiene todo el derecho de ir y tomar esos bienes, esas riquezas, esas condiciones que le han sustraído; si no tiene ningún acceso a este mundo de la propiedad es necesario y justo que ataque ese mundo alargando las manos sobre las riquezas, es decir, robando.

Dentro de esta sociedad, aunque el problema parezca numéricamente poco consistente, porque son pocos en términos generales a los que se recluye, el chantaje de la cárcel pesa sobre millones de individuos. La supervivencia se hace cada vez más precaria, basta pensar en las razones concretas por las que la mayor parte de ellos acaba en la cárcel procesados y después condenados y recluidos; se trata, en su gran mayoría, de pequeños delitos, hurtos, tráfico que un ordenamiento legislativo diferente podría no considerar como delitos mañana, y así cancelar de un solo golpe todo aquello que durante décadas ha sido considerado crimen. Y esto hablando de la universalidad de los principios que deberían valer en cualquier lugar y en cualquier época. Las razones sociales del crimen son tan evidentes, que los reformadores del Estado deben hacer cómo que hacen algo.

Existe una diferencia profunda entre la perspectiva de abolir la cárcel en esta sociedad, cosa que significaría reforzar el dominio dando un toque de respetabilidad a un orden social profundamente autoritario, y la de destruirlo –lo que significa: destruir todas las condiciones sociales que la hacen necesario. Esto es una cosa completamente diferente. Paradójicamente, la única perspectiva no utópica no es la de pensar que pueda existir el dinero sin el hurto, el poder sin las revueltas, la colonización sin la resistencia; es la de subvertir desde la raíz las condiciones que hacen todo esto necesario, suprimir las clases y derrocar todos los Estados.

[Tomado de https://jmlsm.wordpress.com/2017/09/28/la-carcel-y-su-mundo-reflexiones-para-una-sociedad-sin-jaulas.]

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