jueves, 11 de enero de 2018

La “economía colaborativa” o cómo invisibilizar la explotación


Desiderio Martín (periódico Rojo y Negro)

Las personas trabajadoras de reparto de comida con bicicletas (la empresa Deliberoo) han logrado dar un paso importante en su pelea contra la explotación más absoluta por parte de empresarios que se esconden como tales, bajo el eufemismo de
“economía colaborativa”, a los solos efectos de no asumir los riesgos que comporta la figura de empresario: pago de salarios e impuestos cuando existe una relación de contraprestación laboral.

Bajo este eufemismo de “economía colaborativa”, afloran varias decenas de empresas (quizás centenas), multinacionales las más importantes, que con unos mínimos costes de implantación (por lo general una herramienta informática) utilizan cientos, miles de colaboradores (que no trabajadores y trabajadoras, según estos nuevos chupasangre obrera) para obtener pingües beneficios y competir deslealmente en la economía clásica y “formal”.

¿Qué se entiende comúnmente por economía colaborativa y cuál es la realidad social, jurídica y sindical de esta denominada, intencionadamente, economía colaborativa o sin explotación?

En un informe de la multinacional Price Waterhause Coopers citado por Óscar García Jurado en un trabajo de Autonomía Sur sobre economía colaborativa, se define la misma como... “el alquiler temporal de, por ejemplo, coches, viviendas... a través de aplicaciones tecnológicas como UBER o Airbnb..., además del software libre, la economía social y solidaria, el cooperatismo...”, un totum revolutum que permite invisibilizar la degradación de ese trabajo, la explotación más absoluta y la apariencia de normalidad sobre la inseguridad jurídica y política en la cual se mueve estetipo de economía.

La máxima expresión de un capitalismo liberal o neoliberal, que externaliza todos los riesgos tanto en las personas colaboradoras como en las consumidoras de los servicios y mercancías que prestan. Se presentan socialmente, es decir, en público o ante la opinión “publicada”, como “modelos de negocio de la ciudadanía”; se trata de que las personas “ciudadanas” produzcan valor o trabajen para valorizar el capital (de los dueños de estas empresas colaborativas), para mantener su “capacidad de consumo, de manera supuestamente más humana y en el menor tiempo”.

Se crea la ilusión en quienes consumen de que pueden satisfacer sus deseos de manera instantánea, al margen de su poder adquisitivo, porque este tipo de economía abarata los costes de producción en base a la ausencia de condiciones de trabajo regladas, mínimas, en quienes “colaboran” en los servicios que prestan.

No es sino la sustitución total del trabajo en el capital, el cual no genera valor social, sino que se apropia de una cantidad aún mayor de valor en la (no) relación laboral y en la relación con la ciudadanía, a quien se le ha puesto a “trabajar”, a aminorar sus costes de manera significativa.

El problema serio con el que nos enfrentamos, contra esta economía falsa y ausente de cualquier cooperación social, que genere valor social y a la vez permita un tipo de consumo menos depredador de energía, es que el capitalismo 2.0 o capitalismo neoliberal, ha conseguido aparecer con un cierto rostro “benefactor” que hace que millones de personas se traguen sus productos y/o servicios, sin demasiada mala conciencia, y olviden que desde el hardware (quien genera las condiciones para realizar este tipo de “economía”), la más brutal explotación se encuentra presente en la “satisfacción del deseo del ciudadano, ciudadana”.

Las bases económicas, jurídicas y sociales que posibilita esta sobreexplotación, se asentaron y consolidaron en el siglo XX: Desde los 90 del siglo pasado, el capitalismo, a través de sus representantes políticos, ha generado una arquitectura jurídica y normativa que ha condensado toda una práctica donde la única libertad que cuente en la vida sea la libertad del capital para localizarse, actuar, intervenir en cualquier espacio y medio. Dicha arquitectura jurídica se fundamenta en la desregulación en todo lo relativo a los derechos, bien derechos medioambientales, bien laborales, bien fiscales, bien sociales.

Nada ni nadie puede poner límites a la expansión y penetración del capital. Las normas (regulación) institucionales en cualquiera de los derechos a proteger de la tierra, los recursos y las personas, bien como trabajadoras, bien como ciudadanas con derechos públicos (sanidad, educación, cuidados, prestaciones sociales, etc.), dejan de ser “privativas y disponibles por parte de instituciones” y son externalizadas a los mercados privados.

Estos mercados, basados en la autorregulación, exigen una “absoluta regulación” del desorden, consiguiendo que solo la ley de la oferta y la demanda sea la que rija las relaciones sociales y, especialmente las relaciones laborales, donde derechos mínimos necesarios (salarios mínimos, jornadas laborales máximas, cobrar salarios respecto al valor del trabajo –el principio de igualdad-, etc.) desaparecen (abandono de los límites protectores de los derechos) y se constituye no sólo una relación desigual, sino que tan siquiera se le puede denominar relación laboral, pues quien rige es la lógica mercantil, donde la persona trabajadora se convierte en individuo sin ninguna capacidad de negociación, pues se le ha eliminado el suelo (derecho necesario mínimo en sus condiciones de trabajo) desde donde sustentar y empoderar su oferta de fuerza de trabajo.

Las nuevas formas de producir en el capitalismo global a partir de la década de los 90 del siglo pasado se constituyen sobre ese principio de desregulación, donde la descentralización productiva posibilita las externalizaciones de cualesquiera de las actividades, tanto la principal como las secundarias, a contratas y subcontratas, posibilitando la ruptura con el empresario real, el cual desaparece y externaliza todos los riesgos (salariales, condiciones de trabajo, fiscales, sindicales y jurídicas) a los contratistas y subcontratistas, los cuales -ante la necesaria obtención de un beneficio por la obra subcontratada- rebajarán las condiciones salariales y de trabajo de las personas trabajadoras, y, en consecuencia, la cadena de subcontratación entra en un bucle infame, donde la precarización de la mano de obra es esencial para el beneficio empresarial (tanto del empresario principal como de los contratistas y/o subcontratistas).

Estas nuevas formas de producir y distribuir han ido evolucionando en el mismo sentido que la normativa o arquitectura jurídica desreguladora, hasta los extremos en los cuales nos encontramos hoy, en eso que venimos denominando como “economía colaborativa”: la externalización de todos los riesgos inherentes al empresario, ahora se trasladan a esa persona (no)trabajadora, la cual simplemente es conectada y puesta en contacto para “si quiere” realizar un servicio (caso UBER, Deliveroo, etc.), siendo dicha persona quien asume todos los riesgos inherentes al hecho de trabajar.

Fijemos algunas de las consecuencias de esta estrategia del capitalismo en su afán de creación y consolidación de mercantilizar todo y a todos y todas:

1. Desaparece la figura de empresario, al no existir trabajador/a, según la definición jurídica que fija el artículo primero del Estatuto de los Trabajadores:
* Esta ley será de aplicación a los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario.
* A los efectos de esta ley, serán empresarios todas las personas, físicas o jurídicas, o comunidades de bienes que reciban la prestación de servicios de las personas referidas en el apartado anterior, así como de las personas contratadas para ser cedidas a empresas usuarias por empresas de trabajo temporal legalmente constituidas.

2. La afectación de la ley básica (ET) que garantiza los derechos y obligaciones, en toda relación contractual, queda anulada y, por consiguiente, salarios, jornada, régimen del trabajo, profesionalidad, movilidad, vacaciones, derechos sindicales, etc., se subsumen bajo la forma de un contrato mercantil o contratos de colaboración voluntaria.

3. La seguridad jurídica en esta “(no) relación laboral” y sí “obligada relación mercantil”, queda anulada para el “colaborador/a” y, por el contrario, el empresario real goza de las más absoluta seguridad jurídica, no haciendo frente a:
* Seguro de accidente
* Seguro de prestaciones públicas sanitarias
* Cotizaciones en régimen de autónomos
* Declaraciones de las rentas percibidas
* Gastos de reparación de vehículos...

Todo ello se traslada al “colaborador/a”.

4. La riqueza producida por estas empresas es apropiada casi de manera absoluta por sus propietarios, los cuales son capaces de no sólo “minimizar” sino casi hacer desaparecer los gastos de explotación, así como eludir su contribución a los pagos a las arcas públicas (Hacienda y Seguridad Social, fundamentalmente) para contribuir al mantenimiento de los servicios públicos.

[Artículo publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 319, Madrid, enero 2018.Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro319%20enero.pdf.]


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